La escuela no puede mostrar una dicotomía entre la teoría y la práctica; el aprendizaje debe contemplar esas dos partes, inseparables, necesarias para que se genere una asimilación real y significativa de los contenidos transmitidos. De este modo, en el aprendizaje para la vida no solo se pretende reconciliar la dimensión cognitiva con la dimensión ética de la persona, sino que además se persigue la inclusión de todas las capacidades por medio de tareas prácticas, variadas en su realización y explicación, y en las que el alumnado tenga la sensación de que solo está jugando. Porque el juego tiene un papel fundamental como camuflaje de los contenidos.
Por supuesto, en aquellos momentos en los que se realizan tareas más mecánicas, se pueden utilizar retos o preguntas abiertas que permitan soluciones variadas en respuesta, contenido y extensión, evitando igualar al alumnado a la baja... Lo más importante en el aprendizaje para la vida es, sin duda, el planteamiento de tareas que permiten aplicar de forma práctica los contenidos aprendidos de manera teórica y en situaciones de la vida real. Así, en este caso, no solo se requiere de prácticas del alumnado al contexto próximo, sino del propio contexto de los estudiantes. Para ello, es esencial invitar a toda la comunidad educativa a participar del aprendizaje, a esas ‘cuatro patas’ que componen la mesa de nuestro sistema educativo: alumnado, familia, escuela y sociedad (barrio o pueblo).
Cómo aplicar el método aprendizaje para la vida
Es evidente que el estudiante debe comprender, entender y manejar unos contenidos que le permitan asimilar los aprendizajes de forma significativa. Para ello es necesario también hacer ejercicios mecánicos y memorísticos. Pero esto no quiere decir que todas las tareas vayan únicamente en esa línea. Para ello, hay que tener claras tres ideas:
- No todos los estudiantes aprenden del mismo modo ni tienen el mismo talento. Es decir, unos aprenderán mejor con un tipo de ejercicios que con otros. Por lo tanto, hay que plantear diversas formas de enseñar un mismo contenido: tareas musicales, teatro, radio escolar, exposiciones orales, juegos de mesa, experimentos, manualidades, trabajo cooperativo, escape room, actividades virtuales, páginas educativas… Hay que partir de los intereses de los alumnos para poder captar su atención, para poder plantearles tareas que les sorprendan y les emocionen, que despierten su interés.
- No todos los alumnos tienen las mismas posibilidades de formación fuera del colegio. Por ello ante esa brecha digital, atencional, de tiempo, espacio… debemos minimizar el riesgo de desigualdad social. Esto implica reducir los deberes para casa y que nos adaptemos desde el aula a que todos consigan, a su nivel, tiempo y forma, potenciar al máximo sus capacidades, otorgándoles independencia, que sepan manejar los recursos digitales, el diccionario, la búsqueda de información... Con tareas sencillas, debemos enseñarles a que ellos hagan las cosas solos. De este modo, es como mejor fomentaremos su autogestión, autocuidado y autoestima y, al mismo tiempo, reduciremos las desigualdades.
- No todos quieren o pueden ir a la universidad. Por lo tanto, no podemos reducir la enseñanza al coeficiente intelectual y a la capacidad memorística de contenidos. Todos los estudiantes deberán aprender contenidos, valores, emociones y competencias para desenvolverse en la vida. En este sentido hay que vincular las tareas con actividades de la vida real: trabajar la educación financiera, potenciar la expresión y la comprensión, trabajar la desinhibición y pérdida del miedo escénico, conocer la naturaleza y el medio que nos rodea, programar actividades de aprendizaje-servicio…
La escuela es la sociedad
A veces creemos que la escuela es algo que se encuentra en la periferia de la sociedad y, ciertamente, la escuela es la sociedad y la sociedad debe ser la escuela, esa escuela de la vida que también se preocupa por educar porque la educación es compromiso y responsabilidad de todos y todas. Y, sobre todo, porque no podemos tener escolarizado a nuestro alumnado (durante al menos trece años de su vida) de forma obligatoria, para luego decirle que si no continúa su formación académica es un fracaso escolar. En esos trece años debe haber sido feliz, haber descubierto su talento y haber adquirido competencias para la vida, aprendiendo cómo hablar en público sin miedo escénico, cómo enviar un currículum o interpretar una factura.
El ‘café para todos’ debe desaparecer de la escuela, porque nuestras clases son tan diversas como la sociedad en la que vivimos. Si como adultos nos dedicamos a las ocupaciones más variopintas, ¿por qué nos empeñamos en enseñar del mismo modo y los mismos contenidos a todos los estudiantes?
La misión de la escuela no debe ser la de crear personas universitarias, sino la de formar seres humanos cargados de valores, competencias y herramientas para afrontar la vida, con todas sus agitaciones y emociones. Igualmente, la misión de las familias no debe ser la de crear hijos que destaquen en cientos de talentos, compitiendo contra los hijos de los otros. Su misión debe ser la de crear personas felices, que se sientan realizadas, pero que tengan tiempo para ser niños, aburrirse, experimentar la creatividad, jugar en la naturaleza y relacionarse con sus iguales a través del juego libre, del que salen situaciones reales de la vida.
En definitiva: cada niño es una semilla que tenemos que plantar, pero, además de regar con agua, hay que hacerlo con mucho amor, plantando también ilusión, emoción y diversión para que florezca cargada de ideas que hagan el mundo mejor, porque aquello que sembremos será lo que recojamos. La sociedad será el reflejo de lo que eduquemos.
- Jiménez García, Lourdes (Autor)