Durante siglos, los seres humanos hemos aprendido a perseguir la seguridad y evitar la incertidumbre, y ese fundamento tiene una base sólida en los sistemas de enseñanza en los que se ha castigado fuertemente el error.
Francisco Mora, en su libro, ‘Neuroeducación. Solo se aprende aquello que se ama’, aclara: “Hoy ya sabemos que la letra con sangre no entra. El castigo, el dolor como estímulo para aprender es un método primitivo, consustancial con la supervivencia en otros tiempos duros de la humanidad. (…) El no aprender, la persistencia en el error costaba la vida. (…) Pero lo cierto es que en la actualidad con el aprendizaje en los colegios nadie se juega la vida. Por eso hoy solo se debe y se puede enseñar a través de la alegría, porque conocemos bien los sustratos cerebrales de estos procesos”.
Generación de emociones positivas
Esta idea choca con los métodos de enseñanza que persiguen objetivos a corto plazo. El autoritarismo tiene consecuencias a corto plazo. Es relativamente fácil corregir conductas a través del castigo. Pero hoy sabemos que existen otros procesos de enseñanza, basados en la generación de emociones positivas, que dan lugar a aprendizajes realmente significativos.
Estos procedimientos de enseñanza sitúan al alumno en el centro del proceso de enseñanza- aprendizaje, generan competencias personales que darán resultados de adentro hacia afuera; suponen una evolución del rol del docente, de figura de autoridad que nos premia o castiga según reproduzcamos o no el conocimiento, las normas o valores que nos transmite, a un modelo y guía que influencia al estudiante y saca lo mejor de el.
Pero, ¿cómo podría influirle si no conoce los procesos internos que condicionan su comportamiento?
El valor de la educación emocional
La educación emocional no aporta recetas mágicas, sino que propone aplicar procesos de gestión emocional que se traduzcan en acciones diarias que nos permitan conectar mejor con el alumno, responder a sus necesidades, crear las condiciones necesarias para el aprendizaje.
El modelo de gestión emocional de Salovey y Mayer, autores que acuñaron el término de ‘Inteligencia Emocional’ en la década de los 90, propone la combinación de cuatro competencias emocionales:
– Reconocimiento y expresión emocional: capacidad de expresar nuestras emociones de manera efectiva.
– Facilitación emocional: ser consciente de cómo nuestro estado emocional influye en diferentes procesos cognitivos y, por tanto, en nuestra manera de pensar y percibir el mundo, para así, utilizar las emociones de manera adecuada en nuestro día a día.
– Comprensión emocional: habilidad para reflexionar acerca de la emoción, valorar sus causas y consecuencias y por tanto tomar decisiones sobre si es la más adecuada o no para la situación que vivimos.
– Regulación emocional: capacidad para aplicar estrategias de regulación a una emoción desadaptada y generar emociones que nos devuelvan el equilibrio.
La emoción, tiene una dimensión física (respuesta fisiológica), una dimensión cognitiva (condiciona nuestro pensamiento) y una dimensión conductual (nos coloca en una determinada plataforma de acción), por tanto, una vez que se activa una determinada emoción, nos va a arrastrar hacia una determinada manera de pensar y de actuar.
Si llevamos este proceso a un ejemplo diario en el aula, un docente que conoce las relaciones entre emoción, pensamiento y acción, observa que uno de sus alumnos ha desarrollado miedo hacia su asignatura. Entonces, también podrá ver cómo sus pensamientos dominantes y su actitud ante la materia serán de ‘huida’ y que esa emoción no genera las condiciones cognitivas necesarias para que el aprendizaje se produzca. A partir de ahí, podría establecer estrategias para generar seguridad en el alumno y ayudarle a reajustarse.
Aprender a desaprender
Esto no se consigue con acciones puntuales, es un proceso de observación y desarrollo de estrategias constante que, a veces, implica cambiar creencias y desaprender hábitos emocionales que pueden estar muy arraigados en el estudiante.
El camino es largo, profundo, nos equivocaremos y tendremos que reconducirnos, incluso, en muchos casos, implicará cambiar nuestros propios hábitos emocionales pero, si no podemos preparar a nuestros estudiantes en las habilidades técnicas de empleos que aún no podemos definir, al menos podemos dotarles de herramientas que les permitan manejar los procesos internos que condicionan su manera de sentir, pensar y actuar.
Así podrán ser capaces de responder en lugar de reaccionar y llegar a la definición de Inteligencia Emocional de Roberto Aguado, entendida como ‘la capacidad de escoger la mejor opción emocional, entre todas las posibles, para cada momento de nuestra vida’.