Queremos convertir el aula en un lugar de intercambio donde cada estudiante es escuchado y sus reflexiones son respetadas. Sin respuestas correctas o incorrectas en un sentido estricto, sino bien construidas. Lo relevante no es llegar a una conclusión, lo que queremos es que piensen y, por tanto, razonen lo que expresan. Por ello, cuando les creamos un espacio de reflexión y debate, basado en la comprensión y el respeto mutuo, permitimos que se distancien de la apretada disciplina tradicional de los castigos y adquieran herramientas para prevenir en lugar de curar. Si conocen las reglas y las consecuencias de incumplirlas y aun así deciden transgredirlas, no siempre se trata de un simple acto de rebeldía o desobediencia, sino de una elección que atiende a razones. Muchas de ellas vinculadas a presiones sociales, necesidades emocionales o, incluso, a una falta de claridad sobre las implicaciones de sus acciones. 

Educar a través del miedo (al castigo) 

Cuando temes las consecuencias de una mala conducta, sueles evitarla en el corto plazo. Sin embargo, esta estrategia rara vez produce un cambio profundo o duradero. El miedo, por su naturaleza emocional, es pasajero. Cuando la amenaza de un castigo desaparece, también lo hace el miedo a las consecuencias, “cuando el profe está en clase estamos callados, pero cuando se va…”, explican mis estudiantes. Además, educar a través del miedo tiene un efecto pernicioso: premia la astucia mal entendida. En un aula donde el castigo es el principal disuasor, el alumnado más hábil no es necesariamente el más virtuoso, sino aquel que encuentra maneras de escapar del castigo. Se normaliza (y hasta potencia) la picaresca y el engaño como herramientas para sobrevivir al sistema. Así, se refuerzan comportamientos que, lejos de fomentar el bien común, priorizan la ventaja personal. 

En este punto resulta valiosa la teoría del desarrollo moral de Lawrence Kohlberg, quien describió el paso de un pensamiento moral basado en el temor al castigo o el interés personal hacia niveles más avanzados de razonamiento ético. Según Kohlberg, en las primeras etapas, las personas actuamos para evitar sanciones o recibir recompensas. Sin embargo, la madurez moral implica trascender estas motivaciones externas y actuar según principios universales, como el imperativo categórico de Kant, que nos llama a obrar de tal manera que nuestras acciones puedan convertirse en normas universales. Desde esta perspectiva, el objetivo de la educación no debería simplemente controlar o censurar conductas, sino ayudar a nuestro alumnado a avanzar hacia un razonamiento moral más elevado, donde el bien sea elegido por su propia virtud, no por miedo o conveniencia.

Debido a todo esto, una educación transformadora debe inspirar a los estudiantes a desear lo bello, lo justo y lo bueno. Aristóteles en su Ética a Nicómaco decía que educar no consiste en imponer virtudes desde fuera, sino en cultivar hábitos que permitan desearlas y practicarlas con alegría. Cuando en el aula encontramos un estudiante que siente y percibe como deseables la verdad y la justicia no necesita un castigo que le aleje de la maldad ni un premio que le atraiga hacia el bien; su propio deseo de virtud basta para guiar sus acciones. Sin embargo, este enfoque exige paciencia y constancia, porque no se trata de resultados inmediatos, sino de un proceso que transforma la manera en que nuestro alumnado entiende y se relaciona con el mundo.

aprendizaje reflexivo

Fomentar la reflexión, la autocrítica y el deseo de obrar correctamente

Por supuesto, esta transformación no puede ocurrir si el entorno social refuerza constantemente valores opuestos. Si el éxito en un aula, o en la sociedad en general, depende más de la competencia desleal y de la falta de escrúpulos que de la honestidad y la cooperación, incluso nuestro alumnado más virtuoso puede sentir que sus esfuerzos son inútiles. Aquí radica nuestro desafío como docentes: construir un espacio en el aula (extrapolable a fuera de ella) donde se valore lo justo y lo bueno, donde las acciones virtuosas no sean reconocidas como una simple transacción, sino celebradas como una manifestación de la virtud.

Debemos tener cuidado con lo contrario, pues. Premiar el buen comportamiento puede ser tan dañino como castigar el malo cuando el premio se percibe como una condición necesaria para actuar bien. Este enfoque refuerza la idea de que el bien solo es valioso si tiene una recompensa, lo que contradice la esencia misma de la virtud. Como nos recordaría Kant: la verdadera moralidad no reside en cumplir una norma por interés, sino en actuar por deber, por respeto a los principios que reconocemos como universalmente válidos. Una educación en la virtud no debe convertirnos a los docentes en jueces que castigan o premian, sino en guías que fomentan la reflexión, la autocrítica y el deseo genuino de obrar correctamente.

Por eso prefiero un enfoque que privilegie el diálogo y la introspección. Cuando alguien comete un error, en lugar de recurrir al castigo inmediato, me gusta la idea de explorar con esa persona las razones de su acción. ¿Qué le llevó a tomar esa decisión? ¿Cómo impactó en otras personas? ¿De qué manera podría actuar diferente en el futuro? Estas preguntas no solo promueven una comprensión más profunda (tanto personal como cognitiva), sino que también sitúan a nuestro alumnado como un agente activo en su propio desarrollo moral. El objetivo es ayudar a construir principios que puedan sostenerse incluso cuando no haya una autoridad observando.