"Superar las consecuencias de nuestros errores nos permite crecer y progresar como profesionales y, por encima de todo, como personas", afirma Ramón Paraíso, director del CFA Dolors Paul y editor del blog educativo ‘De vuelta‘ en el número 27 de la revista EDUCACIÓN 3.0.

La importancia de equivocarse

A menudo, los docentes nos enorgullecemos de que en el ejercicio de nuestra profesión nos vemos obligados a jugar innumerables roles. Así pues, presumimos de ser no sólo docentes, sino también psicólogos, orientadores, guías turísticos, actores, traductores, ponentes, animadores y organizadores de eventos varios, por señalar sólo algunas de las funciones desarrolladas a diario en nuestros centros educativos. Son, lo que yo llamo, las ‘funciones colaterales’ del ejercicio de la profesión docente. Funciones que quizá no sean las centrales pero que juegan un papel nada desdeñable en nuestro día a día. Además, su ejercicio implica establecer relaciones con colectivos y grupos muy diversos: alumnado —por supuesto—, padres y madres, asociaciones de madres y padres (que no es lo mismo), equipos directivos, la inspección educativa y, sobre todo, compañeros docentes de diverso y variado pelaje.
Ramon Paraiso 3Es por ello que siempre remarco nuestra profesión está abonada al error. Son tantas y tan variadas las funciones que desarrollamos, y tantos y tan variados los colectivos con los cuales establecemos relación a diario que lo más fácil es equivocarnos en una u otra cuestión, claro. Se me acusará al leer esto último de ser excesivamente negativo o pesimista. Nada más lejos de mi intención. En mi opinión, el problema no es el error, en ningún caso. El problema es no estar atento a él o, peor incluso, tratar de ocultarlo. Intentaré explicarme.
Y es que, dejando de lado las denominadas ‘funciones colaterales’, la lista de espacios para el error en el ejercicio de la docencia es amplia. Desde la/s metodología/s empleada/s, hasta la selección de tal o cual mecanismo de evaluación, pasando por el (no o sí) trabajo transversal con el resto de compañeros de etapa o los agrupamientos realizados en el aula. Todas ellas son decisiones que pueden llevarnos a cometer equivocaciones.

Superar las consecuencias de nuestros errores nos permite crecer y progresar como profesionales y, por encima de todo, como personas.

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Es cierto que la experiencia es un grado y que, con el correr del tiempo, ampliamos nuestro bagaje, ganamos en profesionalidad y, al menos teóricamente, vamos adiestrando y afinando nuestras habilidades e intuiciones. No obstante, lo dicho, son tantas las personas con las que interactuamos y tantas las decisiones que debemos tomar que incluso a pesar de esta amplia experiencia es fácil que a menudo, por ejemplo, nos equivoquemos en la planificación de una actividad o, a lo peor, no seamos justos con tal o cual alumno.

Son tantas y tan variadas las funciones que desarrollamos, y tantos los colectivos con los cuales establecemos relación a diario que lo más fácil es equivocarnos en una u otra cuestión

Dicho esto, me temo que el peor error posible, el más grave y peligroso de todos, es no estar al acecho de los propios errores y, sobre todo, no dedicar el tiempo necesario para analizarlos y extraer de ellos conclusiones y aprendizajes de verdadero y auténtico valor. Porque los éxitos y victorias se disfrutan sobremanera, qué duda cabe, pero en mi opinión superar las consecuencias de nuestros errores nos permite crecer y progresar como profesionales y, por encima de todo, como personas.
Así pues, un servidor asume que, mal que le pese, seguirá equivocándose. No pasa nada. Como dicen por ahí, ‘el error es bello’. Así que, después de cada equivocación entonaremos la cantinela del rey emérito tras sus correrías paquidérmicas, eso sí, un pelín modificada: ‘Lo siento, me he equivocado... Y volverá a ocurrir’.
Este artículo de opinión pertenece al número 27 de la revista EDUCACIÓN 3.0 impresa. Si quieres recibirla en tu centro o domicilio, puedes suscribirte por teléfono: 91 547 00 95 o a través de la página web. ¡Gracias!

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